Archivos Mensuales: May 2013

Estás tan sano como te sientes.

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No quiero sonar como título de libro de autoayuda, o como mantra de superación personal. Sólo estoy citando a Robert de Niro en Taxi Driver, pero la frase resuena como recién pronunciada por Deepak Chopra.

Si tienes la suerte de ser una ñora más o menos saludable, medianamente pudiente y con una problemática inferior al promedio, quizá te has salvado de escuchar a los cada vez más abundantes gurús del new age que pretenden, con genuino interés, decifrar el origen de tus males.

Las palabras favoritas de estos gurús parecen ser «atracción», y sus derivados, además de «frecuencia», «vibración» y «prosperidad», entre otras. 

Seguro los has visto por ahí, señalando tus fallas, haciendo diagnósticos infalibles sobre el origen de tus males y mirándote fijamente, reafirmando su diagnóstico moviendo el dedo índice mientras dictan su sentencia: «eres resultado de tus malos pensamientos».

Este es el mundo en que vivimos, en el que gente «sana» se siente con la facultad necesaria para arreglar tu vida, aunque la suya propia sea un caos.

Y aquí es donde surge una nueva tribu de ñoras sanadoras. El macramé y el bordado han sido sustituidos por el reiki casero, y los encurtidos por las flores de Bach. Un ejército de ñoras, casi siempre bien intencionadas, se han lanzado por el mundo como modernas curanderas hacedoras de pócimas milagrosas, y dotadas de manos  que curan desde el resfriado común, hasta una hepatitis mal cuidada.

Y, por otro lado, las ñoras achacosas, las hipocondriacas, las histéricas, nerviosas, las deprimidas y las realmente aquejadas por diversos males, se convierten en vulnerable  receptáculo de los experimentales intentos de las nuevas embajadoras de la salud.

Puedes pertenecer a un grupo, al otro, o a los dos, pero si estás del lado de las achacosas, mantente alerta ante las señales de alarma. Si detectas alguna de estas, aléjate de inmediato:

– La ñora que te recomienda el último libro cuyo título contiene la palabra «milagro».

– La ñora que, después de saludarte, saca un péndulo y lo agita frente a tu nariz, diagnosticándote algo como «miedo» o «falta de luz al nacer».

– La ñora que te manda un recado de tu ángel de la guarda, el que por cierto se llama Mauricio.

– La ñora que, cuando se entera de la enfermedad que padeces, te pregunta con gesto compasivo «¿acaso eres muy rencorosa?»

– Y finalmente, la  ñora que te invita a su «taller» de meditación, al que tienes que llevar el último libro de Carlos  Cuauhtémoc Sánchez.

Si, a pesar de tomar estas precauciones, caes en las redes de una ñora chamana de última generación, relájate y disfruta la experiencia. Probablemente te contagies  y, como zombie reclutada, pases a formar parte del cada vez más numeroso grupo de ñoras hiperactivas repartiendo salud, quién quita y le curas la gastritis a tu marido sin tener que desvestirte.

 

De cómo dar el pésame, o habilidades de Ñora que no tengo.

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Una Ñora siempre sabe qué decir.

Las he visto esperando que salgan sus hijos, hablando entre ellas de lo mal que está esa escuela, los malos maestros, el sistema deplorable y la cada vez peor calidad de la gente que admiten. Todas coinciden afirmando con la cabeza, abriendo los ojos pestañeantes y subiendo y bajando las delineadas cejas.

Llego yo, y con lógica antiñora, digo: «si no les gusta, ¿por qué no cambian a sus hijos?»

Un incómodo silencio acompañado de incrédulas miradas dirigidas hacia mí me indican que he dicho algo estúpido.

«Amigui» dice una con tacones imposibles, «no voy a dejar que mis hijos se junten con cualquiera. Aquí están los hijos de … ( sigue la mención de algunos apellidos importantes) y las únicas opciones son esas escuelas de hippies donde admiten a puros corridos».

Y la conversación se dirige hacia a la reputación de varios niños conocidos que sufrieron la ignominia de cambiarse a una de esas escuelas con la natural consecuencia de ser excluídos de «nuestra» comunidad.

Las he visto también en el club, comentando la última novela erótica junto a la alberca, mientras sus torturados hijos nadan durante cuatro horas sin parar. Todas dirigen discretas miradas a la niña gorda, mientras la mamá trata de distraerlas con un picante comentario como «yo no sabía que ‘eso’ tuviera tantas entradas». Sueltan risitas nerviosas mientras sacan disimuladas un enorme libro protegido convenientemente con una pasta extra de papel lustre. Leen un fragmento y yo, otra vez, intervengo desatinada: «¿Nunca leyeron a Xaviera Hollander?»

Pareciera que no, porque se quedaron mudas entre las sombras. 

Y llega el día del velorio.

Con estudiada ñorez me visto correctamente con un traje sastre negro y acudo al lugar.

Me pierdo entre los invitados, reconozco a algunos, intercambio saludos, tomo un café y me olvido que aquello es en honor al difunto. Poco antes del rezo, y en medio de un repentino silencio, mi voz se levanta entre los asistentes con un colorido: «¡Pero qué alegría verte! ¿Qué andas haciendo por aquí? ¡Hace mil años que no nos vemos!»

Con el gusto de verla olvidé que estaba en el funeral de su abuelo.

Como buena Ñora, mi amiga suelta dos lagrimitas que seca con un kleenex mientras me agradece el pésame con un apretado abrazo.

Horas después salgo del velatorio con la agenda actualizada y una cita para almorzar.

Y subo al Facebook mi foto con el traje negro que me hace lucir más delgada.

Algún gracioso etiquetó el ataúd,  que se asoma discreto detrás de mi cabeza.

 

 

 

Yo

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Me presento.

Soy una mujer de mediana edad (entre cuarenta y cincuenta, a veces de veintitantos y muy seguido de sesenta).

Estoy en ese estado entre la menopausia, premenopausia y adolescencia tardía, donde no encajo en la Condechi ni en la talla cuatro.

He descubierto que la vocación es un invento de los reclutadores universitarios y de padres frustrados. 

Hoy, a estas alturas, encuentro que la vocación es lo que te construye y no al revés. Soy muchas vocaciones que forman un híbrido modificable y de texturas infinitas.

Soy una Ñora en proceso.

Aunque, en resistencia.