Por la mañana, cuando arranca la jornada laboral y las camionetas sustituyen a los autos en las calles, las ñoras llegan al súper.
Armadas con carritos tripulados por bebés, acompañadas con nanas de uniforme o solitarias y añosas, las ñoras cumplen con la misión fundamental de su labor doméstica: llenar la despensa y los estómagos de los habitantes de su hogar.
Ellas conocen la cortesía elemental de la convivencia en el súper: circulan a velocidad media, cuidando no golpear a la de enfrente en el tobillo. Se orillan cuando alguna ñora con evidente prisa requiere un revase, y cuidan solidarias el puesto de la despistada que, ya en la caja y lista para pagar, tiene que ir por algún artículo olvidado.
Pero algo desentona en aquel microcosmos laborioso y organizado: el Godínez mañanero al que mandaron por las cocas, el pastel de cumpleaños o las tortillas para el lunch. Entorpecen el tránsito, toman por asalto la salchichonería y oscurecen la fila del pan con suéteres de rombos y corbatas manchadas de huevo con chorizo. En las cajas se intercalan hojeando las revistas, intentando pasar desapercibidos con su botella de tequila y cien gramos de jamón.
Los choferes enviados al mandado se consideran a sí mismos una especie de Godínez superior, y miran desdeñosos los austeros carritos del Godínez promedio, pagando en la caja rápida, mientras ellos empujan saturados carros, al lado de un ñora de buen ver.
– ¡Nos vemos en la noche, gorda! — grita un Godínez desubicado — ¡Hoy es quincena!
Una ñora avergonzada levanta el dedo pulgar sonriendo ruborizada.
Ya le recordará a su marido que sus encuentros en el súper se reservan para los sábados.